lunes, 6 de agosto de 2007

SIGLINDA
-La victoria que protege-

-Si prometes estar atenta, te contaré la historia de un hada –dijo el abuelo.

Los grandes y luminosos ojos de la pequeña Ismenia lo miraban con ansiedad desde el fondo de su cama, con la frazada cubriéndole desde los pies hasta la nariz. Había aprendido que las historias del abuelo tenían el poder de hacerla viajar al mundo de la fantasía más rápidamente que cualquier imagen saltando sin sentido en la pantalla de la TV.

Además, en las historias ella podía poner los colores y los sonidos con su imaginación, y los sabores, y los vestidos...…y eso le gustaba tanto.

-¿Y se llamará como yo? –preguntó respirando agitadamente bajo los cuadros grises y verdes de su frazada.

-Pues verás…tendrá las dos primeras letras de tu nombre pero al revés, porque ella vive en un país en el que muchas cosas ocurren al revés.

-¡Entonces su nombre empezará con “Si”! -dijo Ismenia con el rostro encendido por la emoción del descubrimiento.

-A ver, Si…Si… ¡Silvina! –exclamó, y se arrepintió al instante. La vecina que asustaba a los pájaros con chillidos desde su ventana se llamaba Silvina.

-Busquemos otro -dijo el abuelo tomando un gran libro y abriéndolo en las páginas de los antiguos Germanos.

-¡Aquí está! –exclamó con una sonrisa triunfal, -¡se llamará Siglinda!

-¡Siglinda! ¡qué hermoso nombre abuelo! ¡cuéntame más!

-Pues bien, -empezó el buen hombre –esta es una historia de amor y amistad.

-Siglinda, el hada de la victoria, era casi tan bella como tú. Su vestido brillaba en la oscuridad porque absorbía la luz del sol durante el día, y la dejaba escapar de a poquitos durante la noche, por los huecos que formaban los hilos de su capa transparente y plateada. Tenía además unas hermosas zapatillas de baile que eran la envidia de todos los habitantes del jardín en que vivía.

Una noche, mientras escapaba de las arañas negras, encontró bajo la hoja de maple que le servía de refugio, un libro que decía en letras doradas:


*** SIGLINDA ***



El hada, sorprendida, abrió el libro y descubrió que estaba escrito en un lenguaje que no entendía, de modo que lo llevó con sus amigos Hildegunda y Honorato; una bruja y un mago que vivían en lo más oscuro del jardín, donde ningún otro habitante se atrevía a llegar por temor a perderse y a lo desconocido.

Pero como Siglinda brillaba en la oscuridad pues llevaba en su capa la luz del sol, iba sin temor a cualquier lugar por lejano y oscuro que fuera.

Al ver el libro, Hildegunda exclamó: -¡al fin lo encontraste! Pensé que nunca darías con él, como eres tan distraída…

Mientras la bruja se hacía estas reflexiones, Honorato ya tenía la nariz metida entre las vetustas páginas, absorto con la lectura. -¡Eureka! –gritó -¡aquí está lo que buscamos por tanto tiempo! tus poderes y tus debilidades.

Siglinda, que no entendía mucho lo que sucedía, preguntó el porqué de aquél alboroto.

-Sucede querida nuestra, -dijo el mago -que en este jardín, todos tenemos un libro en el que se encuentran escritos nuestros destinos, virtudes, dones y debilidades. Pero nunca habíamos encontrado el tuyo.

-Hildegunda por ejemplo, tiene como virtud el poder de volver a cualquier mortal inmensamente rico, a cambio de volverlo inmensamente estúpido, y por supuesto siempre tiene una enorme fila de humanos esperando ser favorecidos por ella.

-Y como debilidad tiene el comer esas diabólicas rosquillas dulces que fabrica el duende Sileno, y que tantas culpas le producen a la hora de enfrentar la báscula de las brujas.

Hildegunda, que ya empezaba a sentirse incómoda por las revelaciones del mago, devolvió la cortesía diciendo: -Honorato en cambio, tiene como virtud el ser demasiado sincero al contar las vidas ajenas, y como debilidad una alergia al agua y al jabón que uno pensaría que teme disolverse para siempre si los usara.

Honorato calló prudentemente y se apresuró a continuar con la lectura, esta vez en voz alta. –Aquí dice que tu virtud es dar el poder de amar a quien te lo solicite con todo su corazón, y podrás castigar a quien lo merezca otorgándole la juventud eterna.

-¡Pero la juventud eterna no es un castigo! –protestó Siglinda -¡todo el mundo la desea!

-Aguarda un instante –dijo Honorato. –también dice aquí, en estas letras pequeñitas, que si castigas a alguien con la eterna juventud, quedará con la edad de cinco años para siempre, sin crecer en su cuerpo ni en su mente, y no podrá conocer el mundo si no es con sus papás, y perderá a todos sus amigos porque ellos crecerán y se harán adultos y viejos, mientras él o ella serán siempre niños.

Y sus padres enloquecerán de pena -agregó -porque no le mirarán crecer ni hacerse fuerte y grande, y hasta sus mascotas y juguetes se harán viejos mientras él o ella no aumentará ni una talla.

-Cinco años... ¡la misma edad mía! –pensó la pequeña Ismenia, mientras imaginaba que su abuelo podría tener la misma edad suya si el hada la hubiera castigado a ella.

-¡Abuelo! -dijo Ismenia repentinamente alarmada -¿verdad que el hada no me ha castigado a mí dejándome para siempre en cinco años?

-¡Por supuesto que no pequeña mía! –respondió el viejo, alborotando el pelo de la pequeña con sus manos callosas. -Pero a mí sí que me hechizó.

-¿A ti? –Preguntó asombrada la niña -¿cómo es posible si eres viejo?

El hombre reflexionó unos momentos y respondió: -Verás, cuando era niño, jugando escapé de casa un día y me interné en un bosque cercano. Allí me perdí y como me alcanzara la noche, me quedé dormido al pie de un enorme árbol.

-Cuando más oscura estaba la noche, desperté asustado porque escuché sonidos que salían de una pequeña abertura en el tronco del árbol. Me asomé y descubrí un hada atrapada en la red de una terrible araña negra.

La pequeña hada luchaba desesperada por liberarse de aquella trampa, mientras la enorme araña se acercaba lentamente para devorarla. Rápido como sólo un niño puede serlo, metí la mano en la abertura y tomé al hada entre mis dedos con cuidado. Al sacarla de allí, tropecé con una piedra y los dos caímos ruidosamente de espaldas al suelo.

Una vez que nos sacudimos el polvo, echamos a reír por lo ridículo de nuestra caída, mientras la araña hacía un terrible berrinche al quedarse esa noche sin cenar.

El hada, que para mí nunca tuvo nombre pues no se lo pregunté, me miró agradecida y me dijo con gesto compungido: -¡Ay de mí! ¿y ahora qué premio podré darte en agradecimiento a tu acción?

A punto de llorar me dijo -El amor ya lo tienes en tu corazón, pues arriesgaste tu vida por salvarme de la araña. ¡Y por supuesto que no voy a castigarte dándote la juventud eterna! ¿Qué haré con este dilema?

Mientras el hada lamentaba su triste destino, a mi se me ocurrió algo que podría funcionar y se lo propuse.

-¡Ya lo tengo! -le dije -¿porqué no me hechizas sólo el corazón, para que sea el de un niño por siempre? ¡así podré crecer y hacerme grande y viejo sin perder la fantasía y el vuelo de los sueños!

-¡Es una gran idea! -gritó jubilosa el hada -¡pondré manos a la obra!

-Y diciendo esto me otorgó la juventud eterna para el corazón, pronunciando solamente la mitad de las palabras mágicas para la ocasión.

El hombre hizo una pausa y sonrió. Ismenia había cerrado los ojos hacía un rato y soñaba con las hadas y los duendes. La cubrió amorosamente con la frazada que había caído al suelo y salió sigilosamente de la habitación.

Al salir apagó la luz, entrecerró la puerta y se fue con paso cansado por el pasillo en penumbras. Con setenta años a cuestas… y niño para siempre.


Humus

Dedicado a Ramira, pequeña jinete de la inocencia que descubrió demasiado pronto las mezquindades y miserias humanas.

lunes, 30 de julio de 2007




TEOREMA



Hoy, para variar, escribiré en la sola presencia de mis memorias. Las memorias de la primera juventud siempre saben a verano; a verano dulce y afrutado como vino joven, encerrado y taponado. Tienen el poder de hacerte recordar que estabas vivo y que te movías en el mundo sólo por verlo y tocarlo.

Recuerdo el tiempo en que mi padre pensó que yo debía seguir los pasos del primo Enrique, es decir, ser ingeniero.

Creo también que su deseo era por demás justificado, y lo soñaba legítimamente desde su sitio privado para el diseño de las fantasías. Sin embargo, mi muy vulnerable persona se dedicaba más bien a dibujar sonrisas en el aire, esperando el momento para ser carne de consultorio psiquiátrico y registrando sus manías en el catálogo de los espíritus saturados de nostalgia.

Dice el refrán que “Donde manda capitán, no gobierna marinero”. Así pues, hube de pactar con el demonio de la tecnología para seguir su sonrisa oscilante y magnética, sin saber que ello me aseguraba un pasaporte aún más rápido a la locura.

La memoria podría recrear mi ingreso a la escuela de ingeniería de un modo bastante aceptable; sin embargo, mi salida de ella después de tan sólo un año y medio, se encuentra registrada en mi mente con la impecable exactitud de un pantógrafo.

Aquél verano había perdido para mí el sabor de la luz de junio y el acerado azul del cielo. La mayoría de mis maestros eran militares en activo que habían sido contratados por el colegio, donde las autoridades tenían un oscuro compromiso (ahora lo sé), con el gobierno y el ejército. Esto hacía que los dichos profesores no fueran las personas más populares entre la muchachada, que les temía por sus arranques violentos y su proverbial cerrazón, amén de que la presencia en la escuela de ostentosos uniformes plagados de brillantes corcholatas en el pecho y pistola al cinto, eran profundamente repudiados.

Uno de tales engendros era el maestro de matemáticas. Hombre de aspecto brutal, sobre el cual corrían las más negras leyendas. Se decía por ejemplo, que en alguna ocasión se había trenzado en feroz pelea con un alumno del norte porque éste no soportó sus insultos, y como el militar había sacado la peor parte en la riña, echó mano a la pistola y obligó al norteño a pedir perdón de rodillas.

En resumen, una fina persona.

Pero como todos los tiranos, tenía un punto flaco: Su obsesión por explicar toda teoría matemática en términos del teorema de Pitágoras.

Por ésta razón era conocido en toda la escuela como “El Pitágoras”; mote que podía desquiciarlo hasta extremos indescriptibles, y que nos cuidábamos de repetir a menos de un kilómetro de su augusta presencia.

Pues bien, es el caso que un día en que yo había decidido asistir a su clase, preocupado por mi ausencia de varias sesiones, me levanté muy temprano y después de apurar un magro desayuno, abordé el autobús que me depositaba después de un rato en la esquina de la escuela.

Como maldición bíblica, cuando llegué al salón de clase, ésta ya había empezado. Valerosamente dispuesto y patéticamente desarmado, decidí jugarme el todo por el todo y me entré de puntitas al recinto donde el temido cuadrumano cepillaba el alma a medio centenar de muchachos.

Para gran alivio mío, el momento elegido coincidió con que el profesor se encontraba de espaldas al grupo escribiendo fórmulas extrañas en el pizarrón. Sin embargo, ¡OH destino ineluctable!, alcanzó a mirarme con el rabillo del ojo y sin mayor trámite me espetó despiadadamente:

-¡Rodríguez!, ¿qué tenemos en el pizarrón?

Confieso que no era yo el mejor amigo de las matemáticas, sin embargo podía, para perdición mía, reconocer que la fórmula en el negro universo del fondo era nada menos que el teorema de Pitágoras.

-Es el teorema de...Pitágoras, -respondí. Y una involuntaria sonrisa traicionó mi rostro inexperto.

El tiempo se detuvo y el mundo aguantó la respiración por unos momentos. Cien ojos desmesuradamente abiertos miraban alternadamente a los protagonistas de lo que parecía ser el inicio de una tragedia de proporciones Homéricas.

Casi podía escuchar los pensamientos del mercenario, como un coro de antiguos demonios que bramaban encolerizados, mientras abanicaban cruelmente una fría flama que ardía sobre su insolente cabeza.

Recuerdo el exacto color de sus ojos en el umbral de los lentes. Inexpresivos huecos homicidas de color marrón, como de fotografía antigua detrás de un cristal.

-¡Su puta madre! -gritó atronadoramente. Yo casi me zambullí en el pupitre, asustado como un pato en temporada de caza.

Pero hay algo desconocido que se activa en el ser humano cuando lo inevitable toma su lugar; y fingiendo inocente sorpresa ante semejante exabrupto, le pregunté:

-¿La de Pitágoras?

La carcajada tribal y sacrílega debe haberla escuchado el mismísimo Marte en el Olimpo; el tiempo volvió a fluir y la clase entera celebró ruidosamente la obligada suspensión, en tanto yo era reprobado para siempre en matemáticas mientras “El Pitágoras” viviera.

Al día siguiente volvió el verano. Fui expulsado vergonzosamente de la escuela y unos días después las ordenadas lluvias cambiaron la estación en mis venas. El otoño convocó una nueva hora y me trajo un ignorado destino en sus cristales.

Hoy, en el centro de una furiosa danza de neuronas, me pregunto qué habrá sido de aquel buen hombre que se hizo militar sólo para salvarme de la ingeniería.


Humus.

martes, 17 de julio de 2007



PLENILUNIO


I

Su mirada recorría zumbando la bruñida superficie del cristal de la pantalla. Hoy había hecho al fin una cita con aquella dama misteriosa que encontró, un día de ocio infinito, en las interminables listas de corazones solitarios que cuelgan de la red de redes.

En la pantalla se leía: “-Tendré mucho gusto en conocer a tan gentil caballero, mañana, a la hora séptima en la mesa más próxima a la salida del café “Paráis”. Le agradeceré ser puntual, pues mi tiempo es corto y mis obligaciones largas”.

Un ligero escalofrío hormonal recorrió el magro cuerpo de Gregorio al terminar la lectura. -¡Mañana! -pensó mientras cerraba la cómplice luz de la tibia pantalla de su PC... -mañana.

Se frotó compulsivamente las viscosas aberturas de los ojos y de un salto se puso de pie. –Debo preparar todo nuevamente, -se dijo. Y comenzó a bajar las escaleras de la derruida vecindad que lo había engullido como único inquilino, después de haber vomitado a los antiguos habitantes, en la danza macabra del gran terremoto del ´85.


Mientras sacaba de la inmunda y maloliente covacha bajo la escalera sus espantosas herramientas, pensaba en cómo fue que llegó a tan abismales profundidades de miseria humana.

Recordó cómo alguna vez tuvo un distinguido apellido, uno que la maligna disposición de las constelaciones tuvo a bien otorgarle el día en que fue concebido, auxiliada por una certera descarga de su padre sifilítico en el vientre desprotegido de una mujer pública.

Aunque no lograba recordar cómo fue abandonado, sí recordó cómo fue recogido por los brutales destazadores de reses en el rastro de la ciudad. Y cómo era obligado, desde niño, a beber la sangre de los animales sacrificados entre las feroces carcajadas de aquellos infelices de apagados corazones. Sus recuerdos eran únicos. Cualquier escritor, genial o mediocre, daría la mitad de sus neuronas por tenerlos aunque fuera sólo unos segundos cada día.

Recuerdos de cabezas partidas y entrañas desparramadas por el suelo como los cables sueltos por el piso en aquella tarde de domingo en Santa María, cuando miraba fascinado la filmación de un comercial para la TV. Sí, la misma tarde que llevó a… ¿cómo se llamaba?, ¿Lupita?, ¿Lolita?, a tomar un helado en “Roxy`s”. Recordó cómo ella estaba encantada de que aquél desconocido caballero tan decente la hubiera invitado a tomar un “Banana split”, en lugar de la típica cerveza que le invitaban los otros, aquellos que sólo se interesaban por escurrirse entre sus piernas.

Mientras limpiaba los afilados hierros, encontró un trozo de tela barata del vestido de aquella infortunada doméstica que, atraída por la inmemorial promesa de un hombre bueno, lo acompañó sin reservas a celebrar en su cama el encuentro, y terminó envuelta en cinta canela, dentro de una valija, en un canal de aguas negras, en la misma colonia de la que había salido esa mañana.

El aire trajo un aroma lento, débil, penetrante. Un aroma vil, enigmático. Un aroma que parecía venir de cualquier parte, sin rastro de su procedencia. Un aroma diabólico que alivió el sufrimiento de recordar cómo su lengua, como la de un camaleón, había hurgado en la carne roja, en los caminos húmedos y oscuros de aquel cuerpo desconocido que dejó de moverse y ya sólo crujía.


La imagen de aquél textil le hizo salivar y sus ojos enrojecidos brillaron momentáneamente como los de un perro salvaje al imaginar el encuentro con la desconocida al día siguiente. Cuando terminó de asear el metal, sintió asco por aquella sustancia residual en el piso, negra y pegajosa como tinta de calamar aglutinada con el polvo. Vomitó sobre aquella sustancia como un perro hidrofòbico y con el corazón cada vez más intranquilo, se fue a dormir.

Sus sueños no fueron mejores. Fueron sucios, enmarañados como el sueño de un alcohólico; colgaron del techo y tras de soltarse, cayeron flotando al vergonzosamente sucio suelo. Visiones de mujeres encadenadas en las viviendas vacías, prisiones que en otro tiempo fueron hogares con niños y perros dóciles. Mujeres obesas y escuálidas, blancas y oscuras, fieras y dulces, todas jóvenes, todas vendiendo el alma por gramos, todas con el semblante arruinado bajo las arruinadas lunas.

A la mañana siguiente revisó su instrumental; ¡Qué hermosos brillos podía alcanzar a la luz del día el acero sin aleación!, ¡cuánta creatividad y genio desplegaba la máscara de estrangulamiento!, pero sobre todo, ¡cuánta gracia había en el cuchillo de hoja blanda!, aquél que cortaba limpiamente sin desgarrar. Tan limpiamente lo hacía, que la víctima sólo se daba cuenta de ello hasta que él empezaba a engullir ante sus ojos la carne cortada, y lamía sus dedos dejándolos limpios.


Después de colocar casi ritualmente su herramienta bajo la cama, Gregorio recorrió con la mirada su cubil y pensó que un día de estos debería recorrerlo con la escoba. Horas después, bañado, rociado con agua de colonia barata y vestido con lo mejor de su reducido vestuario, cepillaba los zapatos para hacerlos brillar. En la mano derecha un libro que jamás había leído, flores en la otra.


II

La hora séptima era un arcaísmo oriental que debió investigar durante el día. -La red –repetía; el plancton del que se nutre este mundo del fin del mundo.

El café “Paráis” no hacía en absoluto honor a su nombre. Era más un comedor para oficinistas que un rincón para primeros encuentros de futuros amantes. Gregorio llegó media hora antes de lo convenido y colocó cuidadosamente en la mesa la escenografía para causar aquella demoledora primera impresión que tantas veces lo había colocado en la posición dominante al conocer a sus víctimas.

Mientras fantaseaba con la imagen aún ignorada de la mujer que llegaría en breve, recorrió mentalmente las historias que le había contado por el correo electrónico; Que era un estudioso investigador de lenguas muertas (lo cual no era del todo falso), que conocía países lejanos pues había sido marinero en su primera juventud y sobre todo, que sufría de una enorme soledad e incomprensión que sólo podrían ser curadas por el toque de un alma buena.

Justo a la hora séptima entró una mujer que se distinguía por su mirada lánguida y luminosa; llevaba un discreto vestido oscuro que parecía haber conocido mejores tiempos, y no obstante el evidente recato de su figura, era fácilmente visible que su cuerpo podría llenar y vaciar de fantasías al más inocente de los hombres.

Gregorio se incorporó torpemente, se agarró con fuerza de la mesa para tener un instante más de contacto con la realidad, y preguntó: -¿Morgana?


III

Bebieron café, hablaron largamente de la lluvia y del buen tiempo. Después, sin darse cuenta, se confiaron sus soledades y abandonos, y mientras la tarde corría calle abajo, se les veía con estrellas en los ojos, deseando estar solos en el sexto sótano de una prisión dirigida por el más implacable de los tiranos.

Se había olvidado de calcular sensatamente el momento en que le propondría continuar el encuentro “en un lugar más cómodo”, sin embargo, como recordara que el tiempo de Morgana era corto, se detuvo entre dos palabras y apresuró: -¿Me haría el enorme favor de acompañarme a casa? Sé que es demasiado pronto para pedirlo, pero…


Movía la cabeza como una res condenada al sacrificio tratando de evitar el golpe del martillo. Las pasiones en conflicto, pugnando. Pensó sinceramente en ofrecerle una taza de té, y recitarle los cantos completos de Aran, en Gaélico original, que había aprendido leyendo un viejo libro que encontró abandonado mientras pasaba las largas noches de su infancia en aquél rastro, entre vísceras descompuestas y estiércol; se lo recitaría de memoria, en voz alta, detalladamente...

Morgana, con un discreto ademán, lo interrumpió firmemente diciendo: -Ni siquiera por mi propio hermano, -sin embargo creo, querido amigo, que podría usted acompañarme hasta a la mía, y en el camino hablaremos de futuras entrevistas de carácter más amistoso.

A pesar de que con ello sus planes se derrumbaban sin remedio, Gregorio accedió complacido, pensando que quizá había llegado el momento de abandonar sus horribles prácticas, y ¿quién sabe?, quizá con esta mujer…

Cuando llegaron a la puerta de la casa, apenas si habìan cruzado tres frases, y las tres de cortesía. Parecía como si el aire de la calle les hubiera quitado los alientos compartidos minutos antes.

-Y bien, querido amigo, ya hemos llegado. Sé que le sonará contradictorio, -dijo Morgana con un tono que haría saltar del catafalco al propio San Agustín, -pero me gustaría ofrecerle una taza de té, y quizá un poco de Oporto, la tarde es fría.

Gregorio, ya sin voluntad, intentó una sonrisa y aceptó, desplumando de golpe sus intenciones originales.

Una vez dentro de la casa, perdió todo vestigio de dominio al descubrir que aquél sitio era superior a sus fantasías. Cristal, tapices orientales, muebles Luis XV, Chippendale. Al fondo, en penumbras, un estudio minúsculo con aromas de esencias sutiles, irregulares perlas rosadas y caracoles de mar, como nacaradas orejas en las que se depositaran innombrables secretos en voz muy baja.

Morgana lo miró divertida y le dedicó una sonrisa capaz de ablandar las duras entrañas de los más viles rufianes de Sodoma. Gregorio se estremeció como si tuviera fiebre palúdica.

Después, ¿es necesario decirlo?, ¿no hay ya demasiada tinta derramada para describir lo que no es posible narrar?

El silencio llegó despacio y la impaciencia rápido.

El aliento rápido y la voz despacio.

Y al fin un abrazo congelado en fuego.

Ella apretó contra sus resecos labios un dedo vestido de anillos y le dijo: -Nunca esperé a nadie, debes saberlo. Y a ti te esperé ya demasiado...


Finalmente, enmedio de un orgasmo infinitamente prolongado, los puños cerrados y las cuerdas vocales saliéndosele del cuello, Gregorio se desvaneció.


IV

La luna llena la encontró sola enmedio de su casa en penumbras. Las siluetas de los muebles se dibujaban en el rojizo contraste del fuego y la blanca pared.

Sus dedos enjoyados cintilaban cuando los alzó para remarcar lo que sus palabras solas no podían indicar.

-Te dije que cenarías conmigo.

¿La cena? ¡Oh!, Un simple plato de ensalada con corazones de lechuga, berro, un poco de mantequilla dulce, un huevo duro y una botella de Oporto.

Luego sonrió… y un sonido como el burbujeo de espesa grasa caliente escapó de las fétidas ollas de un festín caníbal.



Humus

martes, 3 de julio de 2007

LOS ECOS DEL INFIERNO
263 Prinsengracht, Ámsterdam


Nunca sentí tanta tristeza como en éste infierno frío, aquí se marchitó Ana Frank. Se fue tan aterradoramente despacio, que sus verdugos tuvieron el tiempo para ahorrar el gas y las balas.

Hoy sé y no sé cómo, que seguramente amaba la vida, y lo único que deseaba era un poco de amor.

Sólo entrar y ya enfrento una foto antigua, una mirada triste que golpea con la fuerza de toda materia invisible. Aquí puedo sentir, sin textos apócrifos, que Ana presentía su historia.

En mi corazón sé que nos conocimos, pero fue hace tanto tiempo que mi mala cabeza lo olvidó.

Te conocí a través de páginas y letras (poco sabía yo que las palabras serían el fluido de mis días venideros). Charlamos en la negrura de una noche y un continente distintos; mi realidad de los 14 años, en un mundo con gente a salvo en sus camas, sin puertas cerradas con llave, a la luz de la bombilla en la farmacia y frente al cálido aliento de la estufa de la abuela.

En la desmesura de mis fantasías, viviendo entre gente que gustaba de la frivolidad de asustarse en lugar seguro, te imaginaba allí, aterrorizada. Recuerdo que sólo yo sufría contigo, quizá hermanos.

Me abrazo al muro que fue tu único paisaje, toco la áspera superficie con dedos de ciego y miro tu escritura con ojos de paralítico. Junto tu cabeza con la mía y por un breve momento escucho tus latidos en el aire, en lugar de aquellas palabras que nunca pude decirte.

Cuatro de quince; me cala tanto imaginarte cuatro años abrazada a una esperanza que nunca pudo cruzar estas paredes. La atmósfera está tan cargada de ti, que tus palabras caen sobre mi alma expuesta como copos de nieve.

¡Cuánto habrás soñado aquí con volver al aire de abril!...a poner sobre tu cuerpo la brisa otoñal. Quizá soñaste con el olor familiar del pan recién horneado, dulce y punzante, irresistible, raro, de todas partes, envuelto y perfumado con sonrisas…con tus dolorosas muecas que querían ser sonrisas.

Sé que nunca odiaste a nadie, ni culpaste a nadie por su condición, sólo te dolía la crueldad y la indiferencia para con los diferentes, para los niños y las bestias.

Los mares milenios, los robles siglos, las flores días, las células horas... y yo sin un patrón para medir tu miedo.

Mientras yo vuelva Ana, no caerás más, por el resto de mis días, bajo perros de hierro en Bergen-Belsen, ni tropezarás con los umbrales iluminados por la traición, ni te cortarán las alas, ni rodarás escaleras abajo mientras la turba asciende. Seré para ti, el hermano orgulloso y loco que te ocultará con su cuerpo de los ojos de los cuerdos.

Mientras yo vuelva irás todos los días al colegio, y al salir de clases volverás a ser parte de un colorido y fresco ramo de flores arrojado a la calle.

Mientras yo vuelva, tú volverás; y cada vez que lo hagas, será tu sonrisa el arribo de la primavera...

Humus.

martes, 26 de junio de 2007

AMSTERDAM


Ámsterdam es la cuna en que habría podido jugar, comer y cantar durante todos mis años.

Me amarra a sus puertas y ventanas, me arranca el nombre y lo deja ir, simple y llanamente, por la corriente del Amstel.

No sé lo que haré ahora. Tengo una fiebre presa y una ciudad abierta, mil canales que escuchan el asombro y lo transforman en sueño. Aquí soy sólo silencio que se desliza bajo una vitrina a la luz de tibias miradas cómplices, como presencias desbocadas de pasados y futuros.

Allá afuera, cien mil toneladas de agua salada domesticada por millones de años, se acercan a copiar su exquisito sentido del ritmo. Caminando por estas calles, quisiera ser sospechoso y eternamente culpable de inscribir mi nombre en un rincón de su historia.


Recorro museos formidables y caigo en el vértigo de "La ronda nocturna". Bebo láudano y ajenjo con los fantasmas de Gaugin y Van Gogh sentados en la escalinata del monumento a los caídos. Lanzo furtivas miradas de adolescente al balcón de Mata Hari, fumo un porro legal de hierba vietnamita y camino largos trechos solitarios por las aceras que son muestrario de cortinas y persianas en negativo.

El día termina con queso y cerveza en "De beyaard". Sentado aquí juro que cuando me vaya, escaparé del sueño cada noche y vendré a pedir la cerveza del mes, sólo para negar a esta ciudad la estrategia del olvido.

Gentil señora mía: Mi aliento repentinamente embrujado, tiembla esperando el momento de volver a ser viento, niebla y bruma recorriendo tu geografía.

(Ámsterdam continuará...)

Humus

martes, 19 de junio de 2007

VIEJO MUNDO




Cuando veo al pequeño auto entrar en la autopista a 120 kilómetros por hora sin disminuir la velocidad y nadie se inmuta, me doy cuenta de que algo que escapa a mi percepción está sucediendo.

De pronto caigo en la cuenta: ¡alguien ha hecho un carril exclusivo para entrar a la carretera! Sin tener que esperar, ni voltear angustiado para suplicar que te dejen pasar, y desde luego casi sin riesgo de hacerte pedazos absurdamente.

En Holanda el mundo está hecho de ritos modernos, celebrados en el instante y lugar indicados. El delicioso pan de grano y el té, los pies con zuecos por la noche, panekooken para el desayuno, la sesión de baile de salón los viernes y al fin, con silenciosa tolerancia, el respeto al otro.

Aquí todo el mundo parece ser el capitán de su propia vida. El consumismo ceremonial, tan entrañable al otro lado del Atlántico, casi no existe.

El puerto de Rotterdam es el mundo donde el hombre y la máquina se entienden. Alguien mueve una palanca y una gigantesca cigüeña mecánica deposita cinco nuevos ciudadanos de láminas brillantes en una cuna de metal y plástico, listos para entrar en los años del futuro.

En el Mar del norte dormitan barcos infinitos como nocturnas bestias doradas, dándose fuerza a sí mismas. Imágenes aterradoras que se burlan de las lecciones aprendidas en la infancia; Nacer, crecer, envejecer, morir.

Los miro por diez minutos completos. Después, como niño, alzo una cucharada del mantecado que se derrite coloreado por las chispas rojizas de aquél volcán de acero, y lo saboreo cuidadosamente. Sonriendo como si fuera cómplice de un antiguo secreto.

Las grandes guerras volvieron a esta gente, apacible. Aquí la tranquilidad parece imprescindible. Inventan velocípedos, máquinas de monedas que realizan los trabajos aburridos, consumen bizcochos y eskimos envueltos en papel plateado, hacen maravillosa música de Jazz y tienen siempre una hogaza de pan en el congelador, como si esperaran cada mañana un nuevo holocausto.

Sin embargo, algo falta...

No sé si es mi fantasía de lugareño, pero cuando recorro los pequeños pueblos de México, todavía encuentro fantasmas que viven la alegría de tenderse por la noche en la hierba. Quizá buscando escuchar las voces susurrantes y somnolientas de los mayores olvidados. Voces que cantan, errantes, en nubes de humo de cigarro iluminadas por la luna.

Quizá falta la primitiva alegría de estar vivo...


Humus.

martes, 12 de junio de 2007


PRISCILA

Foto: Priscila


Es hermoso embarrar el alma en la emoción de esperar a que mi hija aparezca por la puerta de la estación del ferrocarril en Rotterdam. La mezcla de pasados y futuros me sabe agridulce. Lo nuevo me produce temor y fascinación.

Para llegar aquí he tenido que rebasar los límites del mundo conocido, así que es un poco injusto que me reciba un personaje que se niega a creer que no le compraré droga, y me acosa ferozmente por toda la estación.

Me siento junto a una máquina extraña. No comprendo ni las instrucciones escritas en Dutch ni puedo imaginar siquiera para que carajos sirve, sin embargo parece un buen refugio para esperar a mi hija. Pasan los minutos y descubro que la máquina expende boletos de metro. El vendedor de hachís se ha aburrido y se diluye por una puerta silenciosamente.

Sentado en mi nido metálico, miro los ires y venires apresurados de la gente. Insensiblemente la ensoñación me invade, y recordando a mi hija sonrío casi satisfecho.

¿Qué voy a decirle? Si me bloqueo y no digo nada, será peor que blasfemar.

Todo este tiempo lejos, mientras le escribía interminablemente, la pensaba y mi sentimiento avanzaba sin tropiezo, pero ¿qué le diré hoy?

¿Cómo decirle que ella es la más profunda huella de mi historia? Me pregunto si sabrá que en mi recuerdo la veo siempre niña, entre férulas y escayolas, suturas e injertos. Una pequeña criatura de yeso y sonrisas, convaleciendo interminablemente en su cuna de flores deshojadas iluminada por el rayo. La mejor de los tiranos.

Recuerdos flamígeros cabalgando en mi frágil suelo de polvo y tierra suelta...

Busco un nuevo lugar para esperar; me paro frente a los escaparates ya oscuros, camino a lo largo de la estación naufragando al filo de la neurosis, a cada paso.

Rompiendo mi primera oscuridad en estas tierras, Priscila entra por fin . Al descubrirla, ya sin voluntad propia, me pinto una sonrisa que ilumina su rostro. La abrazo y quisiera permanecer así para siempre, dudando entre reír o llorar, eternamente inmóvil, sin que un incendio o un terremoto o un tiro en la calle pudiesen perturbarme.

Hija mía, nunca me dejo dormir sin bendecirte. Ni me perdono la distancia aunque en el corazón transite la nostalgia.

Sin saber cómo, empezamos a reír. Quizá de los insolentes demonios que nos retrasaron tanto tiempo el momento de reunirnos otra vez.

En el oscuro arcano de la memoria, tenía su sonrisa ardiendo en mi locura. Y no importaba ni la urgencia ni la calma, ni el principio con su fin. Sólo el eterno retorno...

Por la noche, con el alma en su sitio, el silencio me lo contó; si algún día vienen otra vez a buscarme para decirme que ya no tengo hija, tomarán la calle equivocada y pasarán de largo para siempre.


Humus.

martes, 5 de junio de 2007


EIFFEL

El monstruoso elevador me vomita junto con 50 cámaras fotográficas colgando de sus apéndices humanos. Busco la mía y la encuentro en mi mano izquierda.

Freud sostenía que el deseo alcanzado desaparece, así que siempre la miré desde lejos, deseándola de siempre como la tierra a la luna.Y para no olvidar su poder sobre mi historia, me alineé muchas veces, metro a metro en la orilla del Sena, como para un desfile.

Bebí sus aterradoras distancias magnéticas y medí como un gusano su sombra cuadriculada en soleadas tardes parisinas. Más de una vez me pilló la noche buscando los pasos de Amelie por sus jardines o fumando un recuerdo de amores viejos desde el Pont neuf.

Hoy decido subir, así nomás. Cierro los ojos, maldigo al turismo y como en un diabólico pacto, al abrirlos la gente se ha disuelto a mi vista como si hubieran sido sometidos a un ácido de acción instantánea.

En la escala intermedia el dejâ vú me atropella cruelmente; La visión de la ciudad y sus techos de zinc, los autos, la gente y los botes en el agua oscura del Sena me sabe extrañamente familiar.
Quizá es la hora del día que se ha ido aguas abajo, pero hay ahora una atmósfera de disturbio, electrizada; como si Flaubert, Rimbaud y Voltaire se hubieran sentado junto a mi, y desvanecido momentos antes de que me diera cuenta.

Pretendo estar interesado en todo, pero es el mío un pobre trabajo de actuación. Lo que quiero es estar solo, escuchar, sentir, imaginar y jamás olvidar que ésta tarde irrumpió dramáticamente en mi vida. Me
detengo en cada esquina, escucho. Hay rincones donde no existe sonido alguno, excepto el de mi respiración.

En una silenciosa declaración de ridícula valentía, entro nuevamente al ascensor y llego sin aire a lo más alto, como si hubiese subido cada peldaño. Allí aspiro el viento y espiro el fuego, me toco la frente y me
sorprende no chamuscarme los dedos.

En alguna parte, allá lejos, brilla el sol y una amarilla primavera reina sobre la línea del horizonte. Miro la ciudad abajo y mi fantasía golpea como un martillo cada edificio. Muevo a mi antojo torres y obeliscos de mármol diciendo muy bajito: “-Desde hoy te llamarás el Ministerio de la Nostalgia, y tú la Gran Biblioteca del Olvido, y también desde hoy sus nombres suprimirán la soledad de cuanto viajero llegue aquí escapando del abandono, los reglamentos y los empujones."

Aquí, en el año de gracia de 2007 he construido un muro, he alineado en él a mis demonios y fantasmas, a moscas y carroña, a moral y cédulas de identidad. Los he fusilado y quemado, y he lanzado sus cenizas inofensivas e insípidas en una fosa cavada para los que no están vivos, ni muertos.

Adulto sin memoria, como robot, bajo en silencio y me alejo por las Tullerías sin mirar atrás, mientras la torre se enfría lentamente...

Humus.

martes, 29 de mayo de 2007

PARÍS


París se pudre; temo que haya muerto en mi ausencia. Aunque para ella yo no he nacido y por lo tanto no cree en mí. Los dos hemos sido enterrados hace cinco siglos.

Con la clandestinidad de todo amante imposible, subo los escalones de la ruinosa posada y descubro que ya no puedo hacerlo de tres en tres. Aprendo cómo abrir la puerta de mi pequeñísima habitación, entro como un hombre sumergido en agua espesa y camino a través de ella con movimientos pesados.

Debo haber caminado mucho; mis pies están hinchados. Debo haber tropezado con docenas de personas y docenas de sonrisas deben haberme sido negadas. En alguna parte de la ciudad habré abordado un autobús porque me he encontrado el billete de metro sin usar en la mano.

Llegar a esta buhardilla del segundo piso era lo más importante. Desde aquí la escucho; un débil canto que replica, una campana distante que golpea al ritmo de los latidos del corazón, como sonidos de teclas en una vieja máquina de escribir.

Abro la ventana y una lata de cerveza. Me siento al balcón y mientras bebo miro la calle. Una larga columna de fantasmas en la niebla pasan de largo ignorádome, ocupados en arrastrar los años grises como atados a una cadena. Quizá esperando un llamado, alguien que venga y sea su amigo; pero parece que nunca habrá alguien allí, excepto su casero reclamando la renta.

Con los ojos muy abiertos pongo el último de los Gitanes en mi boca y me olvido de encenderlo.

¡Qué sueño tan necio!, persiste en ser real...

Después de una gran elipsis, sin encender las luces me desvisto y entro en la cama. Un viejo truco. De esa forma puedo imaginar que pasaré la noche en el Grand Hotel George V.

(continuará...)

Humus.

viernes, 25 de mayo de 2007

Cuento nocturno.



Cerca del décimo día, por primera vez pudo verla en la pantalla. Un instante tan sólo y después pensó: -¿habrá que estar mirando sin pestañear el sitio justo donde volverá a aparecer para poder reconocerla?

La imagen de ella escapó detrás del cristal como un prófugo asustado, deteniéndose distraída un instante. Fue entonces cuando él se preguntó: -¿y cuánto durará su ausencia?, -¿Y cuánto tiempo se necesita para pensar en el cielo y el infierno?

Se sentó en la silla del tapiz rojo. Conversó con la ausencia y juntos escucharon entrar la noche por los ventanales en pequeñas dosis de cinco minutos. Y no le importó más el punto donde ella volviera a aparecer, ni si su charla era real o legislada. Sólo importaba que allí sentada junto, le escuchaba, y se dejaba ver por instantes en cuadros fijos que sin embargo se movían, como el reflejo de una distante galaxia.

Después llegó una penumbra luminosa donde no hubo más su imagen ni su sonrisa… y se quedó sólo con el sueño hipnótico de la pantalla.

Soñó con un escaparate lleno de sombras Chinas, y creyó verla de nuevo escondida entre los imposibles regalos.

Entonces apretó la nariz contra el cristal, para regalarse por lo menos los ojos...


Humus.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Para los que siempre esperamos, un regalo y una recomendación.


Imagen Pedro Uhart

El señor Polovski


"El señor Polovski entra en el parque con los primeros rayos del sol.


Se sienta en su banco preferido y se pone a esperar. Por lo general está semivuelto hacia el monumento a Orfelín que creció en la orilla del sendero de grava blanca. El sol naciente hace este paisaje insólitamente hermoso, pero el señor Polovski no está allí por el monumento de formas gráciles ni por el maravilloso juego de la suave luz de la mañana, tampoco por el aire fresco. Él está allí para esperar.

Cuando el sol empieza a brillar con más decisión, aparecen las palomas y un poco después, los ancianos. Los granos dorados atraen la alegría de los pájaros. El gorgeo se muda de las copas de los árboles a los cuadros de las flores. Pero el señor Polovski tampoco está en el parque para alimentar a las palomas como sus contemporáneos. Él está allí para esperar.

Conforme avanza el día, el parque se va llenando. Ahora ya están los niños, los que pasean a sus perros, las parejas de enamorados. Se avivan centenares de cascadas de voces, salpican las gotas centelleantes de la risa. Pero tampoco el desfile de la alegría es importante para el señor Polovski. Él está allí para esperar.

Entonces, después de las diez, un suspiro profundo; el señor Polovski se inquieta. Se vuelve por completo hacia el monumento a Orfelín, alrededor del cual da vueltas incansablemente, lo que el notaba tanto en verano como en invierno, la misma mariposa juguetona. como cada año, eso lo sorprende por un momento, sin embargo se pone a mirar su reloj cada vez más a menudo, recorre su cabello con los dedos, innecesariamente ajusta las solapas de la chaqueta, pasa la mano por el mentón, endereza las cejas, se pellizca las mejillas y se olvida de parpadear por completo.

El señor Polovski la nota desde lejos. en cuanto aparece detrás de los tilos. Hela aquí, en un traje sastre radiante, color arbusto de ciclámenes, lega hasta el monumento y se dirige por el sendero junto al cual está su banco solitario.

Alta, con el pelo suelto, de figura grácil. ¡De qué manera camina! La falda de tela delgada se introduce entre sus piernas de manera excitante. el viento desenfadado enloquece alrededor de sus mechones.

En torno a su cintura, las miradas de los paseantes. Pero ella, va directamente hacia él. ¡La grava blanca se desmigaja con sus pasos! ¡Eso es lo que el señor Polovski espera!.

Por supuesto, él sabe que esa chica no va a su encuentro. Ni siquiera la conoce. Pero cuando la misteriosa transeúnte pasa a su lado, cada día alrededor de las once, el señor Polovski se levanta del banco y con la expresión satisfecha en su cara y el corazón lleno como el río primaveral nutrido de agua, se dirige hacia la salida del parque.

Sí, piensa entonces, es tan, tan bonito esperar a alguien."

Goran Petrovic.

Atlas descrito por el cielo, págs. 29-30.
Editorial Sexto Piso.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Cuetzalan



Hoy nos iremos de pinta a la sierra norte de Puebla. Este es un paseo que nos tomará al menos dos días, pero valdrá enormemente la pena.


Mientras el autobús corre por la autopista México-Puebla, platiquemos un poco sobre el porqué hemos escogido como destino un pueblo cuyo nombre difícilmente se pronuncia y más difícilmente se encuentra en el mapa de esta sierra.

Con un clima húmedo que hace crecer de modo casi monstruoso a los helechos y cafetos, Cuetzalan es un mundo lejos del México que vivimos y a menudo sufrimos.

Situado en lo más alto de la sierra, el poblado se encuentra gran parte del año cubierto de niebla por las mañanas y las noches. Su arquitectura es de una gran belleza ecléctica, es decir, que conviven en perfecta armonía estilos diversos como el colonial, el gótico y el anglosajón, pero jamás deja de ser un conjunto maravillosamente mexicano.

Casi sin percibirlo, nuestro autobús ya ha dejado atrás las interesantes ciudades tlaxcaltecas de Apizaco, con su impresionante catedral gótica, y Huamantla, con su extraordinario Museo Nacional del Títere (tendremos que hablar de ambas ciudades en un próximo apunte), y ha iniciado el ascenso a la sierra norte de Puebla, entre paisajes que quitan el aliento y suspenden la mirada.

Media hora antes de llegar a nuestro destino, cruzamos por el mismo centro de la pequeña y hermosa ciudad de Zacapoaxtla, antiguo poblado indígena que se ganó la denominación de “Pueblo” gracias al valor con que lucharon los indígenas del lugar al lado del general Ignacio Zaragoza, en la famosa batalla del 5 de mayo de 1862 librada contra el ejército francés durante la invasión Gala a México.

Por fin, después de insólitos regalos visuales en cada curva, nuestra noble bestia motorizada empieza a mostrarnos tímidamente la tierra prometida. Han sido cinco horas de camino y los huesos empiezan a renegar un poco. Me asomo a través de la niebla y… ¡ahí está! Mi sensación de cansancio retrocede, sorprendida, enojada, se echa hacia atrás ya sin apetito. Cuetzalan la ha interrumpido bruscamente cuando iba a alimentarse.

Con nada más que la sorpresa en las manos, la mirada navega lentamente por los tejados rojos y las empinadas calles de piedra. El ánimo se renueva y tarde se me hace para ser ojos y oídos en ese nuevo mundo de viejas y húmedas paredes.

Apenas baja uno del autobús, es asaltado por niños que ofrecen llevarlo a conocer todos los lugares interesantes de Cuetzalan. Es un menú del orden de lo fantástico: La Iglesia de los Jarritos, el poblado de San Andrés, las pozas de las hamacas, el cementerio, la zona arqueológica de Yohualichan, la preparatoria y por supuesto un alojamiento económico.
No obstante, lo mejor es no hacer trato por el momento con ellos y buscar por cuenta propia uno de los muchos alojamientos que ofrece la población. De cualquier manera, los niños te seguirán a todas partes desde cierta distancia, siempre listos para cambiar un servicio por una moneda.

Y hablando de alojamiento, aquí existe un interesantísimo proyecto comunitario llamado Taselotzin, consistente en un hotel rústico construido y administrado por una cooperativa de mujeres indígenas. Y cuando les digo construido, hablo literalmente.

Estas mujeres se dieron a la tarea de levantar, de la nada, contra la oposición de sus hombres, de las autoridades municipales e incluso los vecinos del terreno, un limpísimo hotel a precios muy accesibles. La última vez que lo visité era administrado por doña Juana, excelente y reservada persona, que sin embargo con un poquito de confianza, les contará muy sabrosamente la historia de ese y otros interesantes proyectos mujeriles.

Por supuesto, también existen opciones que van desde las modestas posadas familiares hasta los de casi lujo, como la confortable Posada Cuetzalan.


Pero cerremos el pico un rato y vayamos a recorrer esta maravilla de población que tiene su fiesta principal el día de San Francisco, el 4 de octubre, fecha en que se lleva a cabo la gran Feria del Café y el Huipil.

En el centro de su pequeña pero hermosa plaza principal, presidida por la poderosa presencia de la catedral de San Francisco, encontramos un poste de madera de unos 30 metros de altura, lo que nos recuerda una de las principales tradiciones que nacieron aquí; nada menos que la de Los Voladores. Sí, esos a los que llaman “de Papantla”.

¿Razones para afirmar esto?:
a) Los voladores están vestidos como quetzales, ave que habitó estas tierras hasta que fue prácticamente extinguida por la caza ilegal.

b) La palabra Cuetzalan significa “Junto a las aves preciosas llamadas quetzal”.

c) En Papantla no hay árboles del tamaño utilizado por los voladores para su danza aérea, y

d) Algo en el fondo de la intuición lo grita todo el tiempo.

Papantla es la población importante más cercana a Cuetzalan hacia el norte bajando la sierra, y probablemente por allí se dieron a conocer al mundo. Sin embargo, pienso que la historia ya se ha escrito de ese modo y seguramente así se quedará.

Caminando hacia la parte alta de la población (Cuetzalan es un emocionante laberinto de calles empedradas que suben y bajan a la menor provocación), se encuentra el cementerio y su singular iglesia de estilo Gótico dedicada a Santa María de Guadalupe.

Esta construcción es también conocida como la Iglesia de los Jarritos, debido a que su aguja principal está recubierta por lo que parecen ser ollas de diversos tamaños sustituyendo al estuco que se utilizaba para formar la típica estructura de las agujas de las grandes catedrales góticas europeas.

Es una visita imprescindible, pues el altar al interior de la iglesia así como el púlpito, son réplicas en madera del aspecto exterior de la construcción. Las criptas más antiguas del cementerio también son de una siniestra belleza gótica, y la vista que se tiene desde allí es una de las más hermosas del pueblo.

Exactamente frente a la calle de salida del cementerio se encuentra la Peña de los Jarritos, un delicioso rincón bohemio donde se cena bien, se bebe mejor y se canta acompañado por huapangueros, trovadores o algún solitario cantante rasgueando una guitarra y soplando una armónica.

En realidad quisiera detenerme a describirles una a una las maravillas con las que uno tropieza en cada esquina de tan entrañable población, pero corro el riesgo de seguir indefinidamente en este espacio y no terminaría de hacerlo, así que sólo enumeraré las más inevitables y dejaré que un ángel mudo, sin capa y sin espada, sea testigo de sus pasos y sonrisas por el pueblo y sus ventanas en el día que se animen a visitar este lugar.

Por supuesto las iglesias ya mencionadas San Francisco y Los Jarritos. El pequeño Museo Regional a un costado del edificio Municipal, donde se exhiben piezas prehispánicas, artesanías en madera y textiles. Las miniaturas talladas en palillos son soberbias.

El mercado dominical en la plaza principal.- Sólo hablar de este sitio nos podría ocupar un apunte entero. Baste decir que hay que recorrerlo con los ojos bien abiertos, mirar los rostros y las mercaderías, presenciar con sentimiento de culpa voyeurista un trueque y seguir así hasta que el asombro nos intoxique.

La zona arqueológica de Yohualichan (la casa de la noche), a cinco o seis kilómetros de Cuetzalan.- Desde la terminal de autobuses salen camionetas de carga acondicionadas para llevar pasajeros más o menos cada 15 minutos. El viaje es una grata experiencia de convivencia con hombres, mujeres, niñas y niños, todos campesinos de la región. La pequeña zona arqueológica (Totonaca), es de una gran sencillez y belleza.

La comida que es variada y de buena factura.- Existen opciones que van desde las fondas y pequeños restaurantes caseros (la mejor opción), hasta restaurantes para el turismo extranjero (pizza y esas cosas). Imperdonable no comer por la noche en la plaza un tlayoyo, pequeña garnacha pecaminosamente deliciosa, y seguramente engordadora.

Ineludible probar el yolishpan, bebida alcohólica regional de color verde. Es un licor dulce de agradable sabor y consistencia. ¡Cuidado con él! pues puede producir un efecto como el que decía Marilyn Monroe le provocaba el martini: “-Con uno estoy bajo control, con dos bajo la mesa, pero con tres estoy bajo el anfitrión”.

Y juro que no quisiera, pero alguien tiene que terminar con esta historia, así que guardemos nuestro apunte en una resplandeciente botella de yolishpan y bebámosla de a poquitos.

Cuando lleguen aquí, sepan que para mí será una delicia saber que sus ojos ignorados sostendrán mi palabra y la transformarán en vuelo.