martes, 19 de junio de 2007

VIEJO MUNDO




Cuando veo al pequeño auto entrar en la autopista a 120 kilómetros por hora sin disminuir la velocidad y nadie se inmuta, me doy cuenta de que algo que escapa a mi percepción está sucediendo.

De pronto caigo en la cuenta: ¡alguien ha hecho un carril exclusivo para entrar a la carretera! Sin tener que esperar, ni voltear angustiado para suplicar que te dejen pasar, y desde luego casi sin riesgo de hacerte pedazos absurdamente.

En Holanda el mundo está hecho de ritos modernos, celebrados en el instante y lugar indicados. El delicioso pan de grano y el té, los pies con zuecos por la noche, panekooken para el desayuno, la sesión de baile de salón los viernes y al fin, con silenciosa tolerancia, el respeto al otro.

Aquí todo el mundo parece ser el capitán de su propia vida. El consumismo ceremonial, tan entrañable al otro lado del Atlántico, casi no existe.

El puerto de Rotterdam es el mundo donde el hombre y la máquina se entienden. Alguien mueve una palanca y una gigantesca cigüeña mecánica deposita cinco nuevos ciudadanos de láminas brillantes en una cuna de metal y plástico, listos para entrar en los años del futuro.

En el Mar del norte dormitan barcos infinitos como nocturnas bestias doradas, dándose fuerza a sí mismas. Imágenes aterradoras que se burlan de las lecciones aprendidas en la infancia; Nacer, crecer, envejecer, morir.

Los miro por diez minutos completos. Después, como niño, alzo una cucharada del mantecado que se derrite coloreado por las chispas rojizas de aquél volcán de acero, y lo saboreo cuidadosamente. Sonriendo como si fuera cómplice de un antiguo secreto.

Las grandes guerras volvieron a esta gente, apacible. Aquí la tranquilidad parece imprescindible. Inventan velocípedos, máquinas de monedas que realizan los trabajos aburridos, consumen bizcochos y eskimos envueltos en papel plateado, hacen maravillosa música de Jazz y tienen siempre una hogaza de pan en el congelador, como si esperaran cada mañana un nuevo holocausto.

Sin embargo, algo falta...

No sé si es mi fantasía de lugareño, pero cuando recorro los pequeños pueblos de México, todavía encuentro fantasmas que viven la alegría de tenderse por la noche en la hierba. Quizá buscando escuchar las voces susurrantes y somnolientas de los mayores olvidados. Voces que cantan, errantes, en nubes de humo de cigarro iluminadas por la luna.

Quizá falta la primitiva alegría de estar vivo...


Humus.