martes, 29 de mayo de 2007

PARÍS


París se pudre; temo que haya muerto en mi ausencia. Aunque para ella yo no he nacido y por lo tanto no cree en mí. Los dos hemos sido enterrados hace cinco siglos.

Con la clandestinidad de todo amante imposible, subo los escalones de la ruinosa posada y descubro que ya no puedo hacerlo de tres en tres. Aprendo cómo abrir la puerta de mi pequeñísima habitación, entro como un hombre sumergido en agua espesa y camino a través de ella con movimientos pesados.

Debo haber caminado mucho; mis pies están hinchados. Debo haber tropezado con docenas de personas y docenas de sonrisas deben haberme sido negadas. En alguna parte de la ciudad habré abordado un autobús porque me he encontrado el billete de metro sin usar en la mano.

Llegar a esta buhardilla del segundo piso era lo más importante. Desde aquí la escucho; un débil canto que replica, una campana distante que golpea al ritmo de los latidos del corazón, como sonidos de teclas en una vieja máquina de escribir.

Abro la ventana y una lata de cerveza. Me siento al balcón y mientras bebo miro la calle. Una larga columna de fantasmas en la niebla pasan de largo ignorádome, ocupados en arrastrar los años grises como atados a una cadena. Quizá esperando un llamado, alguien que venga y sea su amigo; pero parece que nunca habrá alguien allí, excepto su casero reclamando la renta.

Con los ojos muy abiertos pongo el último de los Gitanes en mi boca y me olvido de encenderlo.

¡Qué sueño tan necio!, persiste en ser real...

Después de una gran elipsis, sin encender las luces me desvisto y entro en la cama. Un viejo truco. De esa forma puedo imaginar que pasaré la noche en el Grand Hotel George V.

(continuará...)

Humus.