martes, 17 de julio de 2007



PLENILUNIO


I

Su mirada recorría zumbando la bruñida superficie del cristal de la pantalla. Hoy había hecho al fin una cita con aquella dama misteriosa que encontró, un día de ocio infinito, en las interminables listas de corazones solitarios que cuelgan de la red de redes.

En la pantalla se leía: “-Tendré mucho gusto en conocer a tan gentil caballero, mañana, a la hora séptima en la mesa más próxima a la salida del café “Paráis”. Le agradeceré ser puntual, pues mi tiempo es corto y mis obligaciones largas”.

Un ligero escalofrío hormonal recorrió el magro cuerpo de Gregorio al terminar la lectura. -¡Mañana! -pensó mientras cerraba la cómplice luz de la tibia pantalla de su PC... -mañana.

Se frotó compulsivamente las viscosas aberturas de los ojos y de un salto se puso de pie. –Debo preparar todo nuevamente, -se dijo. Y comenzó a bajar las escaleras de la derruida vecindad que lo había engullido como único inquilino, después de haber vomitado a los antiguos habitantes, en la danza macabra del gran terremoto del ´85.


Mientras sacaba de la inmunda y maloliente covacha bajo la escalera sus espantosas herramientas, pensaba en cómo fue que llegó a tan abismales profundidades de miseria humana.

Recordó cómo alguna vez tuvo un distinguido apellido, uno que la maligna disposición de las constelaciones tuvo a bien otorgarle el día en que fue concebido, auxiliada por una certera descarga de su padre sifilítico en el vientre desprotegido de una mujer pública.

Aunque no lograba recordar cómo fue abandonado, sí recordó cómo fue recogido por los brutales destazadores de reses en el rastro de la ciudad. Y cómo era obligado, desde niño, a beber la sangre de los animales sacrificados entre las feroces carcajadas de aquellos infelices de apagados corazones. Sus recuerdos eran únicos. Cualquier escritor, genial o mediocre, daría la mitad de sus neuronas por tenerlos aunque fuera sólo unos segundos cada día.

Recuerdos de cabezas partidas y entrañas desparramadas por el suelo como los cables sueltos por el piso en aquella tarde de domingo en Santa María, cuando miraba fascinado la filmación de un comercial para la TV. Sí, la misma tarde que llevó a… ¿cómo se llamaba?, ¿Lupita?, ¿Lolita?, a tomar un helado en “Roxy`s”. Recordó cómo ella estaba encantada de que aquél desconocido caballero tan decente la hubiera invitado a tomar un “Banana split”, en lugar de la típica cerveza que le invitaban los otros, aquellos que sólo se interesaban por escurrirse entre sus piernas.

Mientras limpiaba los afilados hierros, encontró un trozo de tela barata del vestido de aquella infortunada doméstica que, atraída por la inmemorial promesa de un hombre bueno, lo acompañó sin reservas a celebrar en su cama el encuentro, y terminó envuelta en cinta canela, dentro de una valija, en un canal de aguas negras, en la misma colonia de la que había salido esa mañana.

El aire trajo un aroma lento, débil, penetrante. Un aroma vil, enigmático. Un aroma que parecía venir de cualquier parte, sin rastro de su procedencia. Un aroma diabólico que alivió el sufrimiento de recordar cómo su lengua, como la de un camaleón, había hurgado en la carne roja, en los caminos húmedos y oscuros de aquel cuerpo desconocido que dejó de moverse y ya sólo crujía.


La imagen de aquél textil le hizo salivar y sus ojos enrojecidos brillaron momentáneamente como los de un perro salvaje al imaginar el encuentro con la desconocida al día siguiente. Cuando terminó de asear el metal, sintió asco por aquella sustancia residual en el piso, negra y pegajosa como tinta de calamar aglutinada con el polvo. Vomitó sobre aquella sustancia como un perro hidrofòbico y con el corazón cada vez más intranquilo, se fue a dormir.

Sus sueños no fueron mejores. Fueron sucios, enmarañados como el sueño de un alcohólico; colgaron del techo y tras de soltarse, cayeron flotando al vergonzosamente sucio suelo. Visiones de mujeres encadenadas en las viviendas vacías, prisiones que en otro tiempo fueron hogares con niños y perros dóciles. Mujeres obesas y escuálidas, blancas y oscuras, fieras y dulces, todas jóvenes, todas vendiendo el alma por gramos, todas con el semblante arruinado bajo las arruinadas lunas.

A la mañana siguiente revisó su instrumental; ¡Qué hermosos brillos podía alcanzar a la luz del día el acero sin aleación!, ¡cuánta creatividad y genio desplegaba la máscara de estrangulamiento!, pero sobre todo, ¡cuánta gracia había en el cuchillo de hoja blanda!, aquél que cortaba limpiamente sin desgarrar. Tan limpiamente lo hacía, que la víctima sólo se daba cuenta de ello hasta que él empezaba a engullir ante sus ojos la carne cortada, y lamía sus dedos dejándolos limpios.


Después de colocar casi ritualmente su herramienta bajo la cama, Gregorio recorrió con la mirada su cubil y pensó que un día de estos debería recorrerlo con la escoba. Horas después, bañado, rociado con agua de colonia barata y vestido con lo mejor de su reducido vestuario, cepillaba los zapatos para hacerlos brillar. En la mano derecha un libro que jamás había leído, flores en la otra.


II

La hora séptima era un arcaísmo oriental que debió investigar durante el día. -La red –repetía; el plancton del que se nutre este mundo del fin del mundo.

El café “Paráis” no hacía en absoluto honor a su nombre. Era más un comedor para oficinistas que un rincón para primeros encuentros de futuros amantes. Gregorio llegó media hora antes de lo convenido y colocó cuidadosamente en la mesa la escenografía para causar aquella demoledora primera impresión que tantas veces lo había colocado en la posición dominante al conocer a sus víctimas.

Mientras fantaseaba con la imagen aún ignorada de la mujer que llegaría en breve, recorrió mentalmente las historias que le había contado por el correo electrónico; Que era un estudioso investigador de lenguas muertas (lo cual no era del todo falso), que conocía países lejanos pues había sido marinero en su primera juventud y sobre todo, que sufría de una enorme soledad e incomprensión que sólo podrían ser curadas por el toque de un alma buena.

Justo a la hora séptima entró una mujer que se distinguía por su mirada lánguida y luminosa; llevaba un discreto vestido oscuro que parecía haber conocido mejores tiempos, y no obstante el evidente recato de su figura, era fácilmente visible que su cuerpo podría llenar y vaciar de fantasías al más inocente de los hombres.

Gregorio se incorporó torpemente, se agarró con fuerza de la mesa para tener un instante más de contacto con la realidad, y preguntó: -¿Morgana?


III

Bebieron café, hablaron largamente de la lluvia y del buen tiempo. Después, sin darse cuenta, se confiaron sus soledades y abandonos, y mientras la tarde corría calle abajo, se les veía con estrellas en los ojos, deseando estar solos en el sexto sótano de una prisión dirigida por el más implacable de los tiranos.

Se había olvidado de calcular sensatamente el momento en que le propondría continuar el encuentro “en un lugar más cómodo”, sin embargo, como recordara que el tiempo de Morgana era corto, se detuvo entre dos palabras y apresuró: -¿Me haría el enorme favor de acompañarme a casa? Sé que es demasiado pronto para pedirlo, pero…


Movía la cabeza como una res condenada al sacrificio tratando de evitar el golpe del martillo. Las pasiones en conflicto, pugnando. Pensó sinceramente en ofrecerle una taza de té, y recitarle los cantos completos de Aran, en Gaélico original, que había aprendido leyendo un viejo libro que encontró abandonado mientras pasaba las largas noches de su infancia en aquél rastro, entre vísceras descompuestas y estiércol; se lo recitaría de memoria, en voz alta, detalladamente...

Morgana, con un discreto ademán, lo interrumpió firmemente diciendo: -Ni siquiera por mi propio hermano, -sin embargo creo, querido amigo, que podría usted acompañarme hasta a la mía, y en el camino hablaremos de futuras entrevistas de carácter más amistoso.

A pesar de que con ello sus planes se derrumbaban sin remedio, Gregorio accedió complacido, pensando que quizá había llegado el momento de abandonar sus horribles prácticas, y ¿quién sabe?, quizá con esta mujer…

Cuando llegaron a la puerta de la casa, apenas si habìan cruzado tres frases, y las tres de cortesía. Parecía como si el aire de la calle les hubiera quitado los alientos compartidos minutos antes.

-Y bien, querido amigo, ya hemos llegado. Sé que le sonará contradictorio, -dijo Morgana con un tono que haría saltar del catafalco al propio San Agustín, -pero me gustaría ofrecerle una taza de té, y quizá un poco de Oporto, la tarde es fría.

Gregorio, ya sin voluntad, intentó una sonrisa y aceptó, desplumando de golpe sus intenciones originales.

Una vez dentro de la casa, perdió todo vestigio de dominio al descubrir que aquél sitio era superior a sus fantasías. Cristal, tapices orientales, muebles Luis XV, Chippendale. Al fondo, en penumbras, un estudio minúsculo con aromas de esencias sutiles, irregulares perlas rosadas y caracoles de mar, como nacaradas orejas en las que se depositaran innombrables secretos en voz muy baja.

Morgana lo miró divertida y le dedicó una sonrisa capaz de ablandar las duras entrañas de los más viles rufianes de Sodoma. Gregorio se estremeció como si tuviera fiebre palúdica.

Después, ¿es necesario decirlo?, ¿no hay ya demasiada tinta derramada para describir lo que no es posible narrar?

El silencio llegó despacio y la impaciencia rápido.

El aliento rápido y la voz despacio.

Y al fin un abrazo congelado en fuego.

Ella apretó contra sus resecos labios un dedo vestido de anillos y le dijo: -Nunca esperé a nadie, debes saberlo. Y a ti te esperé ya demasiado...


Finalmente, enmedio de un orgasmo infinitamente prolongado, los puños cerrados y las cuerdas vocales saliéndosele del cuello, Gregorio se desvaneció.


IV

La luna llena la encontró sola enmedio de su casa en penumbras. Las siluetas de los muebles se dibujaban en el rojizo contraste del fuego y la blanca pared.

Sus dedos enjoyados cintilaban cuando los alzó para remarcar lo que sus palabras solas no podían indicar.

-Te dije que cenarías conmigo.

¿La cena? ¡Oh!, Un simple plato de ensalada con corazones de lechuga, berro, un poco de mantequilla dulce, un huevo duro y una botella de Oporto.

Luego sonrió… y un sonido como el burbujeo de espesa grasa caliente escapó de las fétidas ollas de un festín caníbal.



Humus