miércoles, 2 de mayo de 2007

Cuetzalan



Hoy nos iremos de pinta a la sierra norte de Puebla. Este es un paseo que nos tomará al menos dos días, pero valdrá enormemente la pena.


Mientras el autobús corre por la autopista México-Puebla, platiquemos un poco sobre el porqué hemos escogido como destino un pueblo cuyo nombre difícilmente se pronuncia y más difícilmente se encuentra en el mapa de esta sierra.

Con un clima húmedo que hace crecer de modo casi monstruoso a los helechos y cafetos, Cuetzalan es un mundo lejos del México que vivimos y a menudo sufrimos.

Situado en lo más alto de la sierra, el poblado se encuentra gran parte del año cubierto de niebla por las mañanas y las noches. Su arquitectura es de una gran belleza ecléctica, es decir, que conviven en perfecta armonía estilos diversos como el colonial, el gótico y el anglosajón, pero jamás deja de ser un conjunto maravillosamente mexicano.

Casi sin percibirlo, nuestro autobús ya ha dejado atrás las interesantes ciudades tlaxcaltecas de Apizaco, con su impresionante catedral gótica, y Huamantla, con su extraordinario Museo Nacional del Títere (tendremos que hablar de ambas ciudades en un próximo apunte), y ha iniciado el ascenso a la sierra norte de Puebla, entre paisajes que quitan el aliento y suspenden la mirada.

Media hora antes de llegar a nuestro destino, cruzamos por el mismo centro de la pequeña y hermosa ciudad de Zacapoaxtla, antiguo poblado indígena que se ganó la denominación de “Pueblo” gracias al valor con que lucharon los indígenas del lugar al lado del general Ignacio Zaragoza, en la famosa batalla del 5 de mayo de 1862 librada contra el ejército francés durante la invasión Gala a México.

Por fin, después de insólitos regalos visuales en cada curva, nuestra noble bestia motorizada empieza a mostrarnos tímidamente la tierra prometida. Han sido cinco horas de camino y los huesos empiezan a renegar un poco. Me asomo a través de la niebla y… ¡ahí está! Mi sensación de cansancio retrocede, sorprendida, enojada, se echa hacia atrás ya sin apetito. Cuetzalan la ha interrumpido bruscamente cuando iba a alimentarse.

Con nada más que la sorpresa en las manos, la mirada navega lentamente por los tejados rojos y las empinadas calles de piedra. El ánimo se renueva y tarde se me hace para ser ojos y oídos en ese nuevo mundo de viejas y húmedas paredes.

Apenas baja uno del autobús, es asaltado por niños que ofrecen llevarlo a conocer todos los lugares interesantes de Cuetzalan. Es un menú del orden de lo fantástico: La Iglesia de los Jarritos, el poblado de San Andrés, las pozas de las hamacas, el cementerio, la zona arqueológica de Yohualichan, la preparatoria y por supuesto un alojamiento económico.
No obstante, lo mejor es no hacer trato por el momento con ellos y buscar por cuenta propia uno de los muchos alojamientos que ofrece la población. De cualquier manera, los niños te seguirán a todas partes desde cierta distancia, siempre listos para cambiar un servicio por una moneda.

Y hablando de alojamiento, aquí existe un interesantísimo proyecto comunitario llamado Taselotzin, consistente en un hotel rústico construido y administrado por una cooperativa de mujeres indígenas. Y cuando les digo construido, hablo literalmente.

Estas mujeres se dieron a la tarea de levantar, de la nada, contra la oposición de sus hombres, de las autoridades municipales e incluso los vecinos del terreno, un limpísimo hotel a precios muy accesibles. La última vez que lo visité era administrado por doña Juana, excelente y reservada persona, que sin embargo con un poquito de confianza, les contará muy sabrosamente la historia de ese y otros interesantes proyectos mujeriles.

Por supuesto, también existen opciones que van desde las modestas posadas familiares hasta los de casi lujo, como la confortable Posada Cuetzalan.


Pero cerremos el pico un rato y vayamos a recorrer esta maravilla de población que tiene su fiesta principal el día de San Francisco, el 4 de octubre, fecha en que se lleva a cabo la gran Feria del Café y el Huipil.

En el centro de su pequeña pero hermosa plaza principal, presidida por la poderosa presencia de la catedral de San Francisco, encontramos un poste de madera de unos 30 metros de altura, lo que nos recuerda una de las principales tradiciones que nacieron aquí; nada menos que la de Los Voladores. Sí, esos a los que llaman “de Papantla”.

¿Razones para afirmar esto?:
a) Los voladores están vestidos como quetzales, ave que habitó estas tierras hasta que fue prácticamente extinguida por la caza ilegal.

b) La palabra Cuetzalan significa “Junto a las aves preciosas llamadas quetzal”.

c) En Papantla no hay árboles del tamaño utilizado por los voladores para su danza aérea, y

d) Algo en el fondo de la intuición lo grita todo el tiempo.

Papantla es la población importante más cercana a Cuetzalan hacia el norte bajando la sierra, y probablemente por allí se dieron a conocer al mundo. Sin embargo, pienso que la historia ya se ha escrito de ese modo y seguramente así se quedará.

Caminando hacia la parte alta de la población (Cuetzalan es un emocionante laberinto de calles empedradas que suben y bajan a la menor provocación), se encuentra el cementerio y su singular iglesia de estilo Gótico dedicada a Santa María de Guadalupe.

Esta construcción es también conocida como la Iglesia de los Jarritos, debido a que su aguja principal está recubierta por lo que parecen ser ollas de diversos tamaños sustituyendo al estuco que se utilizaba para formar la típica estructura de las agujas de las grandes catedrales góticas europeas.

Es una visita imprescindible, pues el altar al interior de la iglesia así como el púlpito, son réplicas en madera del aspecto exterior de la construcción. Las criptas más antiguas del cementerio también son de una siniestra belleza gótica, y la vista que se tiene desde allí es una de las más hermosas del pueblo.

Exactamente frente a la calle de salida del cementerio se encuentra la Peña de los Jarritos, un delicioso rincón bohemio donde se cena bien, se bebe mejor y se canta acompañado por huapangueros, trovadores o algún solitario cantante rasgueando una guitarra y soplando una armónica.

En realidad quisiera detenerme a describirles una a una las maravillas con las que uno tropieza en cada esquina de tan entrañable población, pero corro el riesgo de seguir indefinidamente en este espacio y no terminaría de hacerlo, así que sólo enumeraré las más inevitables y dejaré que un ángel mudo, sin capa y sin espada, sea testigo de sus pasos y sonrisas por el pueblo y sus ventanas en el día que se animen a visitar este lugar.

Por supuesto las iglesias ya mencionadas San Francisco y Los Jarritos. El pequeño Museo Regional a un costado del edificio Municipal, donde se exhiben piezas prehispánicas, artesanías en madera y textiles. Las miniaturas talladas en palillos son soberbias.

El mercado dominical en la plaza principal.- Sólo hablar de este sitio nos podría ocupar un apunte entero. Baste decir que hay que recorrerlo con los ojos bien abiertos, mirar los rostros y las mercaderías, presenciar con sentimiento de culpa voyeurista un trueque y seguir así hasta que el asombro nos intoxique.

La zona arqueológica de Yohualichan (la casa de la noche), a cinco o seis kilómetros de Cuetzalan.- Desde la terminal de autobuses salen camionetas de carga acondicionadas para llevar pasajeros más o menos cada 15 minutos. El viaje es una grata experiencia de convivencia con hombres, mujeres, niñas y niños, todos campesinos de la región. La pequeña zona arqueológica (Totonaca), es de una gran sencillez y belleza.

La comida que es variada y de buena factura.- Existen opciones que van desde las fondas y pequeños restaurantes caseros (la mejor opción), hasta restaurantes para el turismo extranjero (pizza y esas cosas). Imperdonable no comer por la noche en la plaza un tlayoyo, pequeña garnacha pecaminosamente deliciosa, y seguramente engordadora.

Ineludible probar el yolishpan, bebida alcohólica regional de color verde. Es un licor dulce de agradable sabor y consistencia. ¡Cuidado con él! pues puede producir un efecto como el que decía Marilyn Monroe le provocaba el martini: “-Con uno estoy bajo control, con dos bajo la mesa, pero con tres estoy bajo el anfitrión”.

Y juro que no quisiera, pero alguien tiene que terminar con esta historia, así que guardemos nuestro apunte en una resplandeciente botella de yolishpan y bebámosla de a poquitos.

Cuando lleguen aquí, sepan que para mí será una delicia saber que sus ojos ignorados sostendrán mi palabra y la transformarán en vuelo.