lunes, 30 de julio de 2007




TEOREMA



Hoy, para variar, escribiré en la sola presencia de mis memorias. Las memorias de la primera juventud siempre saben a verano; a verano dulce y afrutado como vino joven, encerrado y taponado. Tienen el poder de hacerte recordar que estabas vivo y que te movías en el mundo sólo por verlo y tocarlo.

Recuerdo el tiempo en que mi padre pensó que yo debía seguir los pasos del primo Enrique, es decir, ser ingeniero.

Creo también que su deseo era por demás justificado, y lo soñaba legítimamente desde su sitio privado para el diseño de las fantasías. Sin embargo, mi muy vulnerable persona se dedicaba más bien a dibujar sonrisas en el aire, esperando el momento para ser carne de consultorio psiquiátrico y registrando sus manías en el catálogo de los espíritus saturados de nostalgia.

Dice el refrán que “Donde manda capitán, no gobierna marinero”. Así pues, hube de pactar con el demonio de la tecnología para seguir su sonrisa oscilante y magnética, sin saber que ello me aseguraba un pasaporte aún más rápido a la locura.

La memoria podría recrear mi ingreso a la escuela de ingeniería de un modo bastante aceptable; sin embargo, mi salida de ella después de tan sólo un año y medio, se encuentra registrada en mi mente con la impecable exactitud de un pantógrafo.

Aquél verano había perdido para mí el sabor de la luz de junio y el acerado azul del cielo. La mayoría de mis maestros eran militares en activo que habían sido contratados por el colegio, donde las autoridades tenían un oscuro compromiso (ahora lo sé), con el gobierno y el ejército. Esto hacía que los dichos profesores no fueran las personas más populares entre la muchachada, que les temía por sus arranques violentos y su proverbial cerrazón, amén de que la presencia en la escuela de ostentosos uniformes plagados de brillantes corcholatas en el pecho y pistola al cinto, eran profundamente repudiados.

Uno de tales engendros era el maestro de matemáticas. Hombre de aspecto brutal, sobre el cual corrían las más negras leyendas. Se decía por ejemplo, que en alguna ocasión se había trenzado en feroz pelea con un alumno del norte porque éste no soportó sus insultos, y como el militar había sacado la peor parte en la riña, echó mano a la pistola y obligó al norteño a pedir perdón de rodillas.

En resumen, una fina persona.

Pero como todos los tiranos, tenía un punto flaco: Su obsesión por explicar toda teoría matemática en términos del teorema de Pitágoras.

Por ésta razón era conocido en toda la escuela como “El Pitágoras”; mote que podía desquiciarlo hasta extremos indescriptibles, y que nos cuidábamos de repetir a menos de un kilómetro de su augusta presencia.

Pues bien, es el caso que un día en que yo había decidido asistir a su clase, preocupado por mi ausencia de varias sesiones, me levanté muy temprano y después de apurar un magro desayuno, abordé el autobús que me depositaba después de un rato en la esquina de la escuela.

Como maldición bíblica, cuando llegué al salón de clase, ésta ya había empezado. Valerosamente dispuesto y patéticamente desarmado, decidí jugarme el todo por el todo y me entré de puntitas al recinto donde el temido cuadrumano cepillaba el alma a medio centenar de muchachos.

Para gran alivio mío, el momento elegido coincidió con que el profesor se encontraba de espaldas al grupo escribiendo fórmulas extrañas en el pizarrón. Sin embargo, ¡OH destino ineluctable!, alcanzó a mirarme con el rabillo del ojo y sin mayor trámite me espetó despiadadamente:

-¡Rodríguez!, ¿qué tenemos en el pizarrón?

Confieso que no era yo el mejor amigo de las matemáticas, sin embargo podía, para perdición mía, reconocer que la fórmula en el negro universo del fondo era nada menos que el teorema de Pitágoras.

-Es el teorema de...Pitágoras, -respondí. Y una involuntaria sonrisa traicionó mi rostro inexperto.

El tiempo se detuvo y el mundo aguantó la respiración por unos momentos. Cien ojos desmesuradamente abiertos miraban alternadamente a los protagonistas de lo que parecía ser el inicio de una tragedia de proporciones Homéricas.

Casi podía escuchar los pensamientos del mercenario, como un coro de antiguos demonios que bramaban encolerizados, mientras abanicaban cruelmente una fría flama que ardía sobre su insolente cabeza.

Recuerdo el exacto color de sus ojos en el umbral de los lentes. Inexpresivos huecos homicidas de color marrón, como de fotografía antigua detrás de un cristal.

-¡Su puta madre! -gritó atronadoramente. Yo casi me zambullí en el pupitre, asustado como un pato en temporada de caza.

Pero hay algo desconocido que se activa en el ser humano cuando lo inevitable toma su lugar; y fingiendo inocente sorpresa ante semejante exabrupto, le pregunté:

-¿La de Pitágoras?

La carcajada tribal y sacrílega debe haberla escuchado el mismísimo Marte en el Olimpo; el tiempo volvió a fluir y la clase entera celebró ruidosamente la obligada suspensión, en tanto yo era reprobado para siempre en matemáticas mientras “El Pitágoras” viviera.

Al día siguiente volvió el verano. Fui expulsado vergonzosamente de la escuela y unos días después las ordenadas lluvias cambiaron la estación en mis venas. El otoño convocó una nueva hora y me trajo un ignorado destino en sus cristales.

Hoy, en el centro de una furiosa danza de neuronas, me pregunto qué habrá sido de aquel buen hombre que se hizo militar sólo para salvarme de la ingeniería.


Humus.